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Perder el avión

Por 9 mayo, 2024Sin comentarios

Por primera vez en la vida, la semana pasada perdí un avión. No es que no supiera dónde estaba —lo podía ver ahí fuera del cristal—, pero no pude subir a bordo para tomar mi asiento y volver a España.

El fin de semana pasado mi esposa y yo hicimos un viaje relámpago a Inglaterra para hablar en una iglesia de las que nos apoyan para estar como misioneros en España. Todo iba bien, como la seda: llegar a Madrid desde Ciudad Real; el vuelo a tiempo; encontrar el coche de alquilar; llegar a la casa donde nos íbamos a hospedar; las reuniones y la comunión con los hermanos; el viaje de vuelta a Londres el domingo por la noche; el hotel al lado del aeropuerto; devolver el coche; llegar al aeropuerto a las 4:30 de la madrugada para el avión que salía a las 6:00.

Y luego, no sabemos cómo, la cosa se torció. Quizás tardaron mucho en señalar la puerta; quizás la puerta estaba muy lejos de la zona de restauración; quizás tardaron mucho en traernos el desayuno; o quizás nos relajamos demasiado una vez superados los controles de seguridad.

Al llegar a la zona de embarque con media hora de sobra, comenté a mi esposa: «Ya veo que el avión, sigue ahí; estamos a tiempo». Nos acercamos al mostrador delante de la puerta, donde vimos 6 o 7 personas más, y empezamos a escuchar voces: «¿Cómo que no me dejáis subir?»; «Sí, la puerta cierra a las 5:30, pero solo son las 5:32»; «Es que el avión sigue ahí, faltan 28 minutos, dejadnos subir».

Pero por mucha imploración y casi llanto, no hubo forma, y todos tuvimos que dar la vuelta, volver a la zona de espera y buscar otro vuelo. Por mucho que pedimos que nos hiciesen un favor, que mostrasen misericordia, que levantaran la mano y que fueran razonables, habíamos perdido el avión. Y por mucho que nos irritara, la empresa estaba en su derecho a cerrar la puerta a la hora anunciada, a aplicar sus normas y reglamentos.

Después, mucho después, con los pies en suelo español, me puse a pensar. Por un lado, Dios tiene normas, reglas, y quien no las cumpla tiene que pagar las consecuencias. Las puertas del avión de la salvación quedan cerradas a todo aquel que no cumpla con lo que Dios pide, en este caso una vida perfecta, santa, intachable, que da gloria a Dios. Y Dios no es injusto en esto, simplemente guarda su propia ley y aplica el castigo, las consecuencias justas: la paga del pecado es la muerte.

Pero, gracias a Dios, él es misericordioso, él es Dios de amor. Y aunque no cumplimos con sus requisitos, para los suyos, Dios abre la puerta, Dios nos sube al avión, nos lleva a la Tierra Prometida, sin que lo merezcamos, sin que hayamos cumplido con su ley. Siendo aún pecadores, Cristo murió. Él cumplió en nuestro lugar. Él sufrió las consecuencias de nuestro incumplimiento. Él es la puerta para dejarnos ascender a la salvación eterna.

Gracias, Padre, por ser un Dios de amor. Aun aplicando tu justicia, hay lugar para tu misericordia, para que nos trates mejor de lo que nuestras acciones merecen. Gracias porque, siendo yo aún pecador, Cristo murió por mí. ¿Por qué, oh Dios, a mí tanto amor?

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