La Ciudad Encantada cerca de Cuenca es un sitio precioso. El sábado pasado estuve ahí. Con mi Vespa y en compañía de 250 vesperos más. Fue una de mis primeras rutas en Vespa y disfruté un montón.
No llevo mucho tiempo con mi Vespa, la compré hace poco. Fue mi esposa quien me metió en este mundillo tras comprar ella la suya para llegar al trabajo todos los días. Empezó a asistir a unas rutas y comenzó a animarme a dejar mi moto normal para convertirme en vespero.
Así que hace tres meses compré una que llevaba varios años casi sin usar, pero con ITV, «para probar». Tuve que darle un repaso, revisar cosas como frenos, luces y suspensión, cambiarle el depósito oxidado. Y después salir a probarla. En varias ocasiones me dejó tirado, incluso en mi primera ruta por Tomelloso. Pero había llegado la ruta de Cuenca, de unos 90 km, y creía que la Vespa estaba preparada.
Salimos de Ciudad Real con mi Vespa en el remolque, y tres horas después llegamos al punto de encuentro fuera de la preciosa ciudad de Cuenca. Y empiezan las dudas. ¿Va a arrancar bien? ¿Va a aguantar tantos kilómetros? ¿Va a poder con tantas cuestas? ¿Voy a poder entre tantos vesperos experimentados?
Avanzamos, ahora sobre dos ruedas, hasta la emblemática plaza de Cuenca, subiendo la cuesta empinada de adoquines de granito. Y a la hora señalada, después de la foto de rigor en las escaleras de la catedral, salimos hacia la Serranía de Cuenca, destino la Ciudad Encantada. Una ruta hermosa, con unos paisajes magníficos.
Pero no pude relajarme. Conducir en convoy, con 250 motos más, requiere concentración. Luego había muchas curvas y carreteras de montaña sin barreras… hay que ir con cuidado, Mateo. Cualquier animalillo que cruce la carretera o un poco de gravilla es un peligro, aún a 50 km/h. Y siempre atento al canto de la moto, su ruido. El sonido de un vehículo, y en especial el cambio de sonido, suele ser la primera indicación de que algo va mal; y con una moto recién puesta en marcha, la verdad es que vas un poco sobre ascuas. Sin dejar de pedir, «Hasta aquí bien, Señor; haz que llegue bien al final».
Y al final, llegamos a la Ciudad Encantada. Algunos se quedaron por el camino, porque se les había roto algo o por no llevar gasolina para repostar. Pero nosotros llegamos, y empezamos a disfrutar del almuerzo que nos habían preparado.
No es muy diferente en la ruta cristiana, el camino estrecho que nos toca recorrer como creyentes. La vida puede ser muy bonita, con unos paisajes preciosos: graduarse, casarse, ver nacer a nuestros hijos y nietos. Incluso, en lo espiritual, nos bautizamos, servimos al Señor en la iglesia local, testificamos, predicamos su Palabra, disfrutamos de la comunión, leemos buenos libros… repito, paisajes bonitos.
Pero no podemos relajarnos. Tenemos que estar atentos. Atentos a los que nos rodean, que no nos entorpezcan en el camino. Atentos a nuestro buen progreso. Atentos a los posibles tropiezos en el calzado. Atentos a esforzarnos por subir las cuestas en el camino. Atentos a no salir despedidos por los barrancos al lado del camino. Y atentos, muy atentos, a todo lo que podría indicar que algo va mal; atentos al sonido, al cantar, de nuestra alma. Sin relajarnos, y siempre clamando a nuestro Padre que nos haga llegar bien a la Ciudad Celestial, donde nosotros, encantados, disfrutaremos de la mesa que él pondrá delante de nosotros.
Señor, gracias por ponerme en la carretera de la fe. Gracias por haberme cuidado hasta este punto del viaje. Ayúdame a seguir bien, a mantenerme en el camino, a superar los problemas sin tropezar, a no relajarme, porque no quiero desviarme ni caer, ni quedarme parado; ayúdame para llegar por fin, sano y salvo, a tu Ciudad Celestial, sentarme en tu mesa, y disfrutar de ti para siempre. Amén.