Una plaga del siglo XXI
Todo el mundo habla de el. Está presente en todos los telediarios. Suena su nombre en las calles, casas, cafeterías y colegios. Y mucho más en España desde que la auxiliar de enfermería, Teresa Romero, fue diagnosticada con la enfermedad el día 7 de octubre. Por supuesto, hablo del virus ébola.
La reacción pública
Levantó su cabeza por el año 1976 en varios países africanos, y hasta el año pasado esta enfermedad contagiosa había causado 1716 muertos, siendo esto el 67% de todos los casos conocidos.
No quiero aprovecharme para nada de los que están sufriendo por esta terrible enfermedad, simplemente al observar toda la reacción pública y mediática me vienen a la mente una serie de pensamientos. Al oír hablar tanto de una enfermedad nueva no puedo evitar pensar en la enfermedad más antigua que es la madre de todas las enfermedades: el pecado.
El pecado
A diferencia del ébola, el pecado afecta al cien por cien de la población. No está limitado a unos países específicos o unas culturas o un continente. No es cuestión de que uno lo tenga mientras millones de sus vecinos siguen bien. Todas y cada uno de las personas en el planeta están contagiadas por el pecado. Y no solo desde hace cuarenta años sino desde el principio del tiempo.
Enfermedades contagiosas
Tanto el ébola como el pecado son contagiosas. Si bien el Número Básico de Reprodución del ébola es muy inferior a los del SARS, SIDA o el Sarampión, sigue siendo contagioso, transmitido por sangre, secreciones y líquidos corporales. Dicho esto el pecado es infinitamente más contagioso. De hecho, todos los no-contagiados con quienes nos relacionamos en nuestra vida, es decir los niños que concebimos, nacen pecadores, infectados y contaminados: es automático y la tasa de contagio es de cien por cien.
Tasa de mortalidad
La tasa de mortalidad del ébola es muy alta, como ya hemos notado arriba: un 67%. De tres personas que se contagian la enfermedad, dos mueren. Es triste, muy triste. Pero el pecado es peor. Todos pecan; la paga del pecado es la muerte; por tanto todos mueren. No hay quien se escape.
Ignorar la enfermedad
Vista así la seriedad del pecado, y tomando en cuenta como el mundo trata con tanta seriedad el ébola, me pregunto por qué no tomamos más en serio el pecado. Los que no son nacidos de nuevo pasan todo su tiempo ignorando su enfermedad, negando que estén contagiados y sorprendiéndose cuando la muerte toca de alguna forma su vida. Los creyentes, a pesar de haber reconocido su situación crónica y haber buscado la solución, se preocupan poco o nada por los demás que siguen sufriendo, para ayudarles, ofrecerles una cura y aliviar su problema. Y luego, los que somos de los no contagiados, los creyentes nacidos de nuevo, actuamos con mucho descuido ante el pecado. Cuando alguien es diagnosticado con el ébola lo primero que se hace es aislar a esta persona. Los médicos, los trabajadores sanitarios, los familiares más cercanos no entran en contacto directo con esta persona, y evitan cualquier acercamiento innecesario. En cambio, yo no lo hago. No me aíslo del pecado todo lo que debo, no evito cualquier contacto innecesario, me dejo contagiar. No tengo miedo al pecado, no huyo delante de su presencia, me hago amigo de el y paso tiempo en su presencia.
La cura
Sigue sorprendiéndonos que de vez en cuando van surgiendo nuevas enfermedades, que en un mundo tan tecnológicamente avanzado sigan careciendo de cura. Es el caso del ébola, ahora mismo no tiene cura. ¡Pero gracias a Dios, el pecado sí se cura! Y es cien por cien eficaz. Todos los que se acercan a Dios con arrepentimiento y fe serán curados, sanados, salvos y perdonados. «Al que a mi viene, no le echo fuera», dijo nuestro Salvador. El pecado es un problema grande, pero nuestro Dios es más grande aún, y la solución de nuestro médico divino a nuestro problema del pecado es una salvación grande y maravillosa. ¡Bendito sea su nombre!
Mateo Hill administracion@editorialperegrino.com