Ofertas evangélicas
Una vez más tenemos que lamentar la nefasta influencia del idioma inglés sobre el nuestro. Aunque, ante tanta reiteración, hemos de aclarar que nada tenemos contra dicha lengua ni sus hablantes. Es más, hay que reconocer la enorme capacidad que tiene para crear neologismos (tan útiles estos días de tanto cambio e innovación) y su aptitud para el mundo de la tecnología. Lo que censuramos, por el contrario, es su (involuntaria) invasión de indefensos idiomas traicionados tantas veces por los que debieran ser sus propios amigos.
Pues bien, los ingleses no tienen ningún problema a la hora de hablar de la oferta (offer) del evangelio, entre otras cosas porque, al incluir su idioma muchas palabras enormemente polisémicas, están acostumbrados a aplicarlas a un sinnúmero de cosas dispares y diversas.
Sinónimos a elegir
El español, sin embargo, tiene la ventaja de contar frecuentemente con una variedad de sinónimos para referirse a la misma cosa, para —utilizando una expresión inglesa— distinguir las cosas que difieren.
En nuestra lengua, la palabra “oferta” —en virtud de la mercadotecnia y otros factores— ha quedado relegada casi exclusivamente al terreno comercial, y su uso evoca en la mente hispana connotaciones más bien prosaicas y crematísticas, especialmente relacionadas con las “rebajas”. Pues bien, si no hubiera otro término a nuestra disposición, no tendríamos más remedio que arriesgarnos a ser malentendidos.
Un «ofrecimiento» mejor
Afortunadamente, no es ese el caso. Aunque menos corriente, contamos con la palabra “ofrecimiento”, que se distingue perfectamente de “oferta” y evita las connotaciones negativas de esta última. Hablemos, pues del “ofrecimiento del evangelio”, y nos entenderán mejor.
¿Y qué diremos del “libre ofrecimiento del evangelio”? Pues que creemos en él. El evangelio debe ser ofrecido a todos sin distinción, pero, eso sí, sin esas “rebajas” que algunos le aplican: ausencia de arrepentimiento y cambio de vida. Digámoslo sin ambages: con el evangelio no hay ofertas.
Demetrio Cánovas director@editorialperegrino.com
Este artículo pertenece a la serie “La Palabra y las palabras»